El erotismo tras la disimulada autobiografía: Colette y Marguerite Duras


Por Mª del Carmen Fernández Díaz


Sidonie-Gabrielle Colette (1873-1954) escribió más de cincuenta novelas y libros de cuentos. No obstante, no ha sido apreciada en toda la extensión de su valía como narradora, porque se considera que prestó demasiada atención al tema del amor y al de las alegrías y sinsabores que ese sentimiento conlleva. Esa insistencia se debe, sin duda alguna, a que la mayor parte de su obra es autobiográfica, aunque la escritora desdibuje intencionadamente los límites entre la realidad y la ficción.

Sus relaciones personales resultaron problemáticas. A edad temprana, con veinte años, se casó con el escritor y crítico musical Henri Gauthier-Villars, quince años mayor que ella, y considerado como un degenerado y explotador de sus colaboradores. Bajo el pseudónimo de Willy, utilizado por su marido, Colette publicó cuatro novelas de la serie Claudine, entre los años 1900 y 1903. Los cuatro libros que, según algunos, Colette tuvo que escribir incitada e incluso obligada por Willy, que la encerraba en una habitación hasta que sus narraciones progresaban, describen las aventuras indecorosas de una adolescente. De este modo, Colette inauguraba otro de sus temas mayores: el de la sexualidad femenina en un mundo dominado por el hombre.

El personaje de Claudine tuvo tal éxito que fue explotado por diferentes sectores: se creó un musical basado en la serie y también fueron ideados diferentes productos relacionados con la imagen femenina proyectada por la autora, como uniformes Claudine, un tipo de jabón, cigarrillos e incluso un perfume. [1] (Thomas: 2000)

No obstante, Colette, cansada de las infidelidades de su marido, lo abandonó en 1905 y obtuvo el divorcio un año después. Fue entonces cuando se convirtió en actriz de music-hall. Quebrantando todos los convencionalismos sobre el género femenino, mostraba en el escenario uno de sus senos y simulaba incluso el encuentro íntimo, circunstancia ésta última que llegó a escandalizar al público del Moulin Rouge.

Sin duda alguna ésta fue la etapa más subversiva de la vida de Colette, que acompañada por Missy, sobrina de Napoleón III, y por otras amigas-amantes, como Nathalie Clifford Barney y la escritora italiana Gabrielle d´Annunzzio, desafió las normas sociales. [2]

En 1912, Colette se casó con Henri de Jouvenel des Ursins, editor del periódico “Le Matin”, en el que la escritora publicó varios cuentos y críticas teatrales. Con Jouvenel tuvo una hija, también llamada Colette [3], ( Francis : 1990 ) que años después fue consciente de que su madre no quería hijos.

Durante la Primera Guerra Mundial, Colette convirtió la mansión de su marido, en Saint-Malo, en un hospital para los heridos en la contienda. Por eso, al finalizar el conflicto, le fue otorgada la Legión de Honor (1920 ). Esa década le trajo además otros reconocimientos y la aclamación como la más grande de las escritoras francesas. En los años 30 Colette fue admitida como miembro de la Academia Real Belga y pasó a ser la primera mujer que formó parte de la prestigiosa Academia Goncourt.

Su matrimonio con Jouvenel terminó en 1924 [4]. Años después, en 1935, se casó con Maurice Goudeket. A su muerte, Colette gozó de funerales nacionales, a pesar de que le fue negado un servicio religioso católico por haberse divorciado.

No es extraño que habiendo llevado una vida tan intensa Colette fuese incapaz de olvidarla y de renunciar a plasmarla en sus obras. En la mayor parte de las páginas de sus libros podemos ver reflejados sus recuerdos de la infancia, que fue para ella feliz, en una pequeña villa de Borgoña, rodeada de un jardín. Será allí donde aprenda a amar a los animales y donde se dedique a conocer las plantas más variadas. En sus obras destaca la precisión en el uso del vocabulario que refleja la belleza del mundo y la sensibilidad de los animales. Como veremos en el siguiente extracto del cuento Los zarcillos de la viña, el uso de un vocabulario sensorial, repleto de colores, texturas y aromas, es uno de sus rasgos distintivos más apreciados.

“Antaño, el ruiseñor no cantaba por la noche. Poseía un bonito hilo de voz del que se servía con habilidad desde la mañana hasta la caída de la tarde, al arribo de la primavera. Se levantaba con los camaradas, en el alba gris y azul, y el despertar asustado de todos ellos acudía a los abejorros en el revés de las hojas de las lilas.

Se acostaba cuando sonaban las siete, las siete y media, en cualquier sitio, a menudo en las viñas en flor que huelen a reseda, y dormía de un tirón hasta el día siguiente.

Durante una noche de primavera el ruiseñor dormía de pie en un tierno sarmiento, formando bola con la pechuga y la cabeza inclinada, como en graciosa tortícolis. Durante su sueño, los cuernos de la viña, esos zarcillos quebradizos y tenaces cuya acidez de acedera fresca irrita y calma la sed, los zarcillos de la vid brotaron aquella noche tan espesos que el ruiseñor se despertó agarrotado, con las patas ligadas con lazos ahorquillados, con las alas impotentes”.

Por otra parte, destaca en sus libros la voluptuosidad y la sensualidad expresadas de manera totalmente libre. Se trata de reivindicar los derechos de la carne sobre el espíritu. También destaca la superioridad que la escritora concede a la mujer sobre el varón. Y esta última apreciación es interesante si pensamos que se trata de una mujer que nació a finales del siglo XIX.

Colette escribió Lo puro y lo impuro cuando tenía prácticamente sesenta años. Si todas sus obras hablan de ella misma, en ésta la autobiografía aparece con total nitidez. La relación sentimental, tema mayor en el conjunto de su obra, constituye en este libro un gran motivo tratado con el rigor de una lección magistral. La obra muestra el talento de la escritora para diseccionar el alma humana y hablar de la simbiosis entre vicios y virtudes. Armada de múltiples experiencias, alguna de ellas difícil, Colette realiza en Lo puro y lo impuro un auténtico alegato a favor del amor sensual y del derecho a vivirlo con intensidad. Pero, al mismo tiempo, denuncia las trampas en las que uno puede caer al poner en práctica esa libertad. Por el libro desfilan una serie de personajes que encarnan a amigos y conocidos suyos, asiduos de la vida bohemia del París de entonces. Son personajes que se atreven a no negarse la dicha del placer. Son hombres y mujeres que han superado las convenciones sociales, que han sufrido por celos pero ,sobre todo, que han gozado.

Las relaciones lésbicas son entrevistas como una solución para mujeres que huyen de los hombres, y propuestas incluso para provocar celos. Ahora bien, la autora propone que sean pasajeras y que la mujer vuelva a buscar una pareja heterosexual. Colette entiende y admira a los homosexuales hombres, pero no así el lesbianismo, lo que no deja de llamar la atención, dada su trayectoria vital. Tal vez de forma inconsciente asimila y repite la idea de que la mujer no debe gozar demasiado de su libertad sexual.

No obstante, ya con mucha anterioridad, en 1923, había escrito El trigo en la hierba o El trigo verde, una historia de amor entre adolescentes, Vinca y Phil, amigos desde la infancia, ya que sus familias veraneaban juntas en la costa. Los jóvenes van comprendiendo que su amistad se ha convertido en algo más. Entran así en un mundo de sensaciones y deciden que su amor fluya por la senda de los sentidos. Mientras el muchacho se ve sometido a posteriores remordimientos, Vinca parece vivir esa experiencia con mucha naturalidad. Como podemos observar, la autora no siempre se muestra de acuerdo con la idea de que la mujer debe evitar un disfrute excesivo de los sentidos.

Veinte años después, en 1944, Colette escribió y publicó Gigi, una sus principales creaciones. Nuevamente la mujer se convierte en protagonista del libro, que narra la vida de una joven que es educada con la finalidad única y exclusiva de que se convierta en la digna esposa de un adinerado azucarero. A Gilberte, Gigi, como a la escritora, le repugnan esas convenciones que le parecen hipócritas.

En el mundo de Gigi no hay más que prohibiciones: Prohibido leer novelas, produce melancolía. Prohibido empolvarse la nariz, estropea el cutis. Prohibido ponerse corsé, estropea el talle. Prohibido conocer a las familias de las compañeras de clase, especialmente a los padres que van a buscar a sus hijas a la salida. Se trata, evidentemente, de una parodia acerada de la sociedad de las apariencias.

La repercusión de la obra fue tal que, años después de su publicación, fue adaptada al cine y transformada también en una obra de teatro, en Broadway.
Los anhelos de la escritora se inscriben en un universo regido por la ley del deseo, superior a cualquier otra norma moral o social. Así podemos observarlo en la mayor parte de su obra y, en concreto, en el cuento Noche en blanco, en el que describe la intimidad con un vocabulario que recrea la sensualidad más exacerbada de forma cálida y envolvente:

“Entonces fingirás que te despiertas. Entonces podré refugiarme en ti, con confusas quejas injustas, con suspiros exagerados, con crispaciones que maldecirán el día llegado ya…Porque sé que entonces apretarás tu abrazo, y que…. si no es suficiente para calmarme, tu beso se hará más tenaz, tus manos más amorosas, y que me concederás la voluptuosidad como un socorro, como el exorcismo soberano que expulsa de mí a los demonios de la fiebre, de la ira, de la inquietud. Me darás la voluptuosidad, inclinado sobre mí, los ojos llenos de una ansiedad maternal, tú que buscas a través de tu amiga apasionada, el hijo que no has tenido…”

Esta descripción del placer, teñido de sentimientos, del encuentro sensual como antídoto contra el veneno de la soledad, está también presente en Canción de la danzarina, en la que podemos leer:

“Desnuda en tus brazos, sujeta a tu lecho por la cinta de fuego del placer, me llamaste, sin embargo, danzarina, al ver agitarse bajo mi piel, desde mi pecho ofrecido a mis pies crispados, la inevitable voluptuosidad”.

Ahora bien, la confesión velada de cada uno de los acontecimientos de su vida se hace directa en uno de sus cuentos, titulado Ensueño de año nuevo, en el que Colette vuelve la vista atrás y ve que su existencia ha pasado demasiado de prisa. Consciente de que una vuelta atrás es imposible, Colette acepta con resignación la vejez :

“Hechizada aún por mi sueño, me sorprendo de haber cambiado, de haber envejecido, mientras soñaba. Con trémulo pincel, podría pintar, encima de este rostro, el de una lozana niña bronceada por el sol, sonrosada por el frío, unas mejillas elásticas que acababan en una esbelta barbilla, unas cejas móviles prestas a fruncirse…Hay que envejecer. No llores, no juntes unos débiles dedos suplicantes, no te rebeles: hay que envejecer. Repítete estas palabras, no como un grito de desesperación, sino como recordatorio de una partida necesaria. Mírame, mira tus párpados, tus labios, levanta los rizos de tus cabellos sobre las sienes: ya empiezas a alejarte de tu vida; no lo olvides. ¡Hay que envejecer !”

Seguramente lo que más atrae todavía hoy es la confidencia más o menos velada de una mujer que luchó por sus derechos como persona en una sociedad que todavía no estaba preparada para admitir la desinhibición femenina como algo normal [5] (Alberes : 1952, Magny, 1987). 

Ni siquiera la sociedad francesa de la primera mitad del siglo XX.

Esa sensibilidad para captar la discriminación de géneros, todavía imperante, y esa capacidad para describir los deseos femeninos y la enorme riqueza de la psique de la mujer siguen siendo alicientes más que suficientes para revisar la obra de una escritora que, en una sociedad androcéntrica, luchó con denuedo por una mayor equiparación entre ambos sexos y por una promoción de lo femenino en todas sus vertientes. No en vano manantiales de ternura se deslizan en las páginas de sus libros y corren en paralelo con otros que conllevan auténticas aguas caldeadas por pasiones violentas, siempre entrevistas con naturalidad y simpatía.


En cuanto a Marguerite Duras (1914-1996), puede decirse sin lugar a equívocos que su vida se plasma en la mayor parte de su producción artística, ya sea novelesca o cinematográfica, ya que además de escritora fue guionista y directora de diferentes películas.

Su infancia y adolescencia transcurrieron en Saigón, y esa experiencia de la realidad oriental la marcó profundamente e inspiró muchas de sus obras. En 1932, volvió a Francia, donde estudió Derecho, Matemáticas y Ciencias Políticas. Siete años más tarde se casó con Robert Antelme y, en 1942, conoció a Dionys Mascolo, que iba a convertirse en su amante y en su compañero en la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, junto con Robert. Su grupo cayó en una emboscada y, aunque Marguerite consiguió escapar ayudada por François Mitterand, Robert Antelme fue apresado y conducido a un campo de concentración, en 1944. Decidida a divorciarse, cuando Robert regresó, en penosas condiciones, Duras se dedicó a cuidarle hasta 1946. Esa experiencia está presente en su novela El dolor. Finalmente solicitó y consiguió el divorcio.

La presencia de su propia familia en su obra se palpa ya en Un dique contra el Pacífico (1950), pero también sobrevuela el conjunto de su producción literaria, compuesta por unas cuarenta novelas y una docena de obras de teatro. Su vida era para ella una auténtica novela sobre la que escribió sin cesar; una historia atormentada en la que el alcohol tuvo por un tiempo mucho que decir, antes de someterse a la desintoxicación. El personaje ineludible sobre el que vuelve una y otra vez es el de la madre y su desamor, que va a marcar toda su vida. Incluso en su cuento “El último cliente de la noche”, podemos hacernos cargo del estado de ánimo de la escritora en el entierro de su madre:

“Estaban los de pompas fúnebres, los guardianes del castillo, el ama de mi madre y mi hermano mayor. A mi madre no la habían metido todavía en el ataúd. Todo el mundo me esperaba. Mi madre. Besé la frente helada. Mi hermano lloraba. En la iglesia de Onzain éramos tres, los guardianes se había quedado en el castillo. Yo pensaba en este hombre que me esperaba en el hotel al borde del río. No me daban pena, ni la mujer muerta ni el hombre que lloraba, su hijo”.

En estas frases se condensa la historia de su familia. Su padre era profesor de matemáticas, pero murió pronto, y sus tres hijos, dos varones y Marguerite, quedaron al cuidado de la madre, que era maestra y que además intentó establecerse como colono agrícola. Las tierras que consiguió con mucho esfuerzo se inundaban mitad del año y resultaban improductivas. Así lo vemos en la novela citada, Un dique contra el Pacífico. Esta historia familiar también formará parte de su obra teatral L´Eden Cinéma y del El amante, premio Goncourt 1984, ficciones literarias en las que pueden observarse similares episodios, personajes y escenarios.

Conocida en todo el mundo por esta última novela, conviene recordar que se trata de una conjunto de textos autobiográficos en los que la escritora recrea su rostro juvenil en una época ya madura, y tras haber superado su adicción al alcohol, que supo relatar de manera alegórica en El mal de la muerte (1982). Cuando la Academia Goncourt le concedió el premio, el libro era ya conocido por un amplísimo público lector y era un auténtico éxito de ventas.

La novela, como tantas otras de Duras, trata un tema escandaloso, ya que aborda la relación entre una joven blanca de quince años y un rico comerciante chino en Vietnam, entonces llamado Indochina, dominada por el colonialismo francés de finales de los años veinte.

Ya en los años anteriores al alcohol, la escritora había ido derivando hacia un erotismo cada vez más exacerbado, una manera de escribir que profundizaba en los pantanosos terrenos del deseo. La obra citada rinde también un homenaje a la búsqueda de esa sensación. [6] (Nadeau: 1992)

Se trata de un aprendizaje o iniciación de la muchacha blanca. La obra fue escrita en primer lugar tras haber pasado por la dura prueba de la desintoxicación. La escritora vuelve la vista atrás y recuerda una historia ya pasada, aunque ese amante chino reaparezca años después, de manera inesperada:

“Años después de la guerra, después de las bodas, de los hijos, de los divorcios, de los libros, llegó a París con su mujer. El la telefoneó. Soy yo. Ella le reconoció por la voz. El dijo: Sólo quería oír tu voz. Ella dijo: soy yo, buenos días. Estaba intimidado, tenía miedo, como antes. Su voz, de repente, temblaba. Y con el temblor, de repente, ella reconoció el acento de China. Sabía que había empezado a escribir libros. Lo supo por la madre, a quien volvió a ver en Saigón. Y después se lo dijo. Le dijo que era como antes, que todavía la amaba, que nunca podría dejar de amarla, que la amaría hasta la muerte” [7] (Duras : 1984).

Tal y como sucedía en el caso de Colette, la escritura de Duras tiene como centro su esencial realidad de mujer. Se trate o no de literatura feminista, en el caso de Duras, no cabe duda de que resulta una manera de expresar propiamente femenina, en la que prima el universo de la mujer más allá de otros múltiples aspectos que fácilmente pueden apreciarse.

Junto a ese motivo esencial, el erotismo es el gran motivo de su obra. También lo es para Colette, pero Duras lo entiende como camino de compenetración espiritual, en un constante flujo y reflujo en el que los encuentros íntimos trascienden lo físico y se muestran como refugio y hasta como tabla de salvación para subsanar profundas heridas anímicas e incluso la soledad, difícilmente soportable. Baste con leer estas escuetas frases de su cuento El tren de Burdeos:

“Acaricia el cuerpo entero y luego acaricia los senos, el vientre, las caderas, en una especie de humor, de dulzura a veces exasperada por el deseo que vuelve. Se detiene a saltos. Está sobre el sexo, temblorosa, dispuesta a morder, ardiente de nuevo. Y luego se va. Razona, sienta la cabeza, se pone amable para decir adiós a la niña. Alrededor de la mano, el ruido del tren. Alrededor del tren, la noche. El silencio de los pasillos en el ruido del tren. Las paradas que despiertan. Bajó durante la noche”.

Resulta evidente que Duras conoció una realidad de liberación femenina que no tuvo Colette en su época. Si para ésta última el erotismo era un derecho irrenunciable que asociaba con la felicidad y era entrevisto con una naturalidad próxima al mundo animal que tanto amaba, para Duras constituye un intercambio en el que se mezclan, ya sin escándalo, un doble encuentro, uno físico y otro espiritual. Duras no necesita demostrar la necesidad de la sensualidad en el caso de la mujer, simplemente la muestra. Y esa manera de narrar, descriptiva, que hizo que más de una vez fuese incluida como integrante de la “Nueva Novela”, está plenamente reflejada en el caso de El Amante y también, evidentemente, en el cuento citado.

Notas:

[1] Vid. THOMAS, Ch., “ A l´école de Claudine », en Critique Eros 2000, Revue Générale des Publications Françaises et Étrangères, 2000, nº 637-638, , y DEL CASTILLO, M. Colette, une certaine France, (1999) , ed. Stock, París,
[2] En 1910, Colette publicó La Vagabunda, un cuento que narra la vida de una actriz que rechaza al hombre al que ama para mantener de ese modo su independencia.
[3] La escritora adoptó ese nombre tomando el apellido de su padre, Jules-Joseph Colette. Su hija, por el contrario, lo recibió como nombre propio. Vid. FRANCIS, C. et GOUTIER, F., Colette, ( 1990 ), ed. Perrin , Paris.
[4] A los cuarenta años, la escritora se convierte en protectora del hijo de Henry, Bertrand de Jouvenel, de 17 años, iniciándolo en la escritura. Esa experiencia le servirá de base para sus novelas Querido (1920) y El trigo en la hierba (1923) .
[5] Vid. ALBERES, R. -M .; Histoire du roman moderne, ( 1962) , ed. Albin Michel , Paris, , y MAGNY, Cl. E., Histoire du roman français depuis 1918, (1987), Paris, Cl. E.,
[6] Vid. NADEAU , M. , Le roman français depuis la guerre, (1992), ed. Lepasseur, Paris..
[7] Cf. DURAS, M., El amante, (1984) , Tusquets Ediciones, Barcelona, p. 155.

© Mª del Carmen Fernández Díaz 2009

Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid.